Donald Trump compitió contra sí mismo, y ganó. El megamillonario neoyorquino que durante dos décadas se jactó de llevar una vida de playboy, de esquilmar a proveedores, contratar a inmigrantes ilegales, escaparles a los servicios religiosos, adherir a causas liberales y tener de amigos y aliados a Hillary y Bill Clinton , logró uno de los giros más escandalosos de la historia de Estados Unidos, vendiéndose a sí mismo a los votantes norteamericanos como un héroe populista que entendía sus frustraciones y les garantizaba una lluvia de beneficios.

Y lo hizo como dijo que lo haría durante más de 30 años: ignorando las reglas de la política moderna y hablándoles en un lenguaje llano, incluso burdo y sin filtro, sin pasar su mensaje por la máquina de datos de las encuestadoras, los asesores de imagen, los focus groups y los avisos por televisión. Se burló de las ideologías, predicando un pragmatismo duro y crudo, al calor de un ego insolente y desbocado. Dijo lo que la gente quería escuchar: que una sociedad en vertiginoso proceso de transformación y división podía ser forzada a recuperar un sentimiento de comunidad y de propósito colectivo imbuido de nostalgia de tiempos pasados, que se podía volver a la economía anterior a la globalización.

Trump compitió contra las elites y les ganó. No importó que haya nacido rico, que haya hecho alarde de su riqueza y haya vivido como un pachá. Él definió la elección como un levantamiento de la gente contra todos los que la habían defraudado y menospreciado: los políticos y los partidos, el establishment de Washington, los medios de prensa, las estrellas de Hollywood, el mundillo académico, todos los sectores ricos y educados a los que les iba muy bien mientras las familias de clase media iban perdiendo todo lo que tenían, su trabajo, sus casas y sus ahorros. Juró que pondría a Washington patas para arriba, que «drenaría la ciénaga», y a la gente esa imagen le gustó tanto que terminó coreando esas palabras incluso antes de que él mismo abriera la boca para decirlas.

Trump compitió contra las viejas reglas que gobernaron el modo en que la gente habla de política, y en eso también ganó. Los expertos políticos de ambos partidos se reían entre dientes de la incapacidad de Trump para ceñirse a un programa y armar una campaña moderna, basada en datos, avisos de televisión y microanálisis de comportamiento electoral, pero Trump confió en sus instintos.

Más que ninguna otra figura política importante de la era digital, Trump supo ver hasta qué punto las redes sociales habían segregado a la nación en dos campos ideológicos y culturales que eran como el agua y el aceite, con una idiosincrasia y un discurso propios. Supo ver cómo Facebook y Twitter habían borrado la línea entre lo público y lo privado. Sacó ventaja de ese cambio cultural y se convirtió a sí mismo en válvula de escape de esas tensiones que recorrían el país como un torrente de frustración y de bronca que mucha gente hasta entonces se guardaba para sí o sólo se atrevía a manifestar desde el anonimato de las redes.

Ese giro en el modo en que la gente se relaciona engancha a la perfección con el estilo personal de Trump: su impulsividad, su rapidez para retrucar cualquier crítica, su tendencia a descargar su furia sobre cualquier potencial enemigo. El resultado fue una flamante retórica de campaña, una novedad absoluta del marketing político que modificó drásticamente las emociones y las expectativas de la carrera por la presidencia.

Trump ganó porque entendió que su celebridad lo ponía a resguardo de los estándares más estrictos que rigen el comportamiento de los políticos de carrera, que si derrapan una vez quedan afuera. Ganó porque entendió que sus actitudes ultrajantes y sus comentarios destemplados no hacían más que consolidar su reputación de hombre que canta las cuarenta sin rodeos y logra que las cosas se hagan. Y ganó porque se había pasado los últimos 40 años cultivando la imagen de un tipo que es tan rico, está tan enamorado de sí mismo, es tan audaz y tan impredecible que es capaz de actuar sin importar lo que digan o hagan los poderes establecidos.

Trump compitió contra un diluvio de acusaciones y ahí también ganó. Se llamó a sí mismo «obrero megamillonario», y aunque había llevado una vida de bastante aislamiento, trabajando y durmiendo en la Trump Tower, creyó haberse ganado el corazón de los norteamericanos hasta el punto de decir: «Podría pararme en medio de la Quinta Avenida, pegarle un tiro a alguien y no perdería votos».

Rechazado por las elites desde el inicio mismo de su carrera como desarrollador inmobiliario en Manhattan en la década de 1970, Trump vivió una vida de resentimiento que supo descargar contra sus enemigos y contra quienes a su entender se sentían mejores que él.

Desde el momento en que bajó por la escalera mecánica hasta el lobby de mármol rosado de la Trump Tower, a mediados de 2015, y se presentó ante la nación como el antídoto de las ideologías y las alianzas de ambos partidos, Trump impuso la idea de que su camino a la victoria era algo lógico y elemental.

 

Lo único que tenía que hacer, dijo entonces, era conectar con los temores y las frustraciones de una nación que se sentía humillada por la globalización, el terrorismo, los vertiginosos cambios demográficos y una revolución tecnológica que enriqueció y lanzó a la fama a los chicos con altos puntajes escolares, pero que dejó a millones de norteamericanos sin trabajo, víctimas de las últimas aplicaciones móviles, del traslado de las fábricas al extranjero y de una arrasador cambio en la naturaleza del comercio y de las relaciones sociales.

Trump dejó atrás con total facilidad a 16 adversarios en la interna republicana, despachando a cada uno con el insulto que mejor le calzaba. Se regodeaba ante la idea de enfrentar a Hillary Clinton, a quien veía como una figura enérgica y potente pero incapaz de llegar a los votantes de clase media y que era sostenida exactamente por esos poderes contra los que él quería competir. Supo convertir su imagen pública en la de una mujer enojada y artera, casi una delincuente.

Trump pensó su campaña como piensa sus negocios: rechaza las ideas modernas de jerarquía descentralizada y se ciñe a un estrecho círculo de leales asesores. «La mayoría de mis amistades tienen que ver con los negocios, porque es la única gente que conozco», dijo en su momento en una entrevista. Trump confió en que a través del uso creativo de los medios podría construirse una imagen que inspiraría a la gente común a querer ser como él. Creyó que si esa imagen estaba bien construida, podría llegar a ser rico y poderoso y finalmente llegar al cargo más importante que hay en el mundo. El martes, alcanzó el último escalón de ese ascenso de medio siglo.

Nadie sabe ahora lo que hará con eso. A principios de este año, cuando le preguntaron si había pasado mucho tiempo preparándose para ser presidente, reconoció que sólo se había concentrado en la campaña. «A mí lo que me gusta es la persecución y la cacería -dijo-. Cuando consigo algo que quería realmente, a veces pierdo el interés.» Y todavía faltan 73 días para que asuma.

Marc Fisher – The Washington Post – La Nacion 10 de Noviembre de 2016

http://www.lanacion.com.ar/1954914-como-rompio-trump-las-reglas-de-la-vieja-politica